Salió a la calle. Peter se quedó quieto en medio de la puerta. No sabía hacia dónde tirar. Miró hacia un lado y hacia el otro sin decidirse. Entonces lo vio. Retrocedió asustado. Le debía dinero. Aquel tipo se estaba acercando lentamente. Podía volver a meterse en su casa, pero no quería, él no era un cobarde. Respiró hondo, se tapó los ojos con el sombrero, agachó la cabeza y salió a la calle. Se dirigió directamente hacia él, deprisa, sin pararse, con un poco de suerte... El susodicho siguió calle abajo. Parecía no haberle visto. Peter respiraba aliviado cuando tropezó con Vivian.
—Hola, iba a tu casa —dijo Vivian.
—Hola, pues no vayas —respondió Peter.
—¿A dónde vas? Tú
nunca llevas sombrero.
—Pues... a buscarte, chica. ¿A dónde iba a ir?
—¡Ah! Venga, quiero ir a comprarme un vestido.
—Vas muy guapa —dijo mirando a su alrededor
por si le veía.
—Ya lo sé. Pero es lunes.
—¿A dónde vamos? —preguntó cogiéndola por el
brazo.
—Al centro —respondió ella tirando de él para
cruzar la calle.
Cruzaron, pero a mitad del camino el semáforo
cambió de verde a rojo. Corrieron para alcanzar la acera de enfrente y,
mientras lo hacían, Peter miró hacia atrás. Tenía la impresión de que lo
seguían. Siguieron juntos hasta llegar a unos grandes almacenes. En la puerta,
un portero de cara seria no les sonrió. Entraron y Vivian se dirigió a la zona
de vestidos.
Peter la siguió.
—No se te ocurra comprar nada rosa —le
advirtió.
Vivian no respondió y empezó a coger vestidos,
uno tras otro. Entró en un probador libre y colgó los vestidos mientras Peter
buscaba un regalo para su madre. Se detuvo delante de un espejo. Seguía
pensando que el Cobrador iba detrás. Y no se equivocaba, pues ahí estaba. Justo
detrás de él. Quiso gritar, quiso huir, pero no lo hizo, quizá no le había
visto. Volvió a mirar el espejo, el hombre sonrió apreciativamente.
“Es un
sueño”, pensó Peter.
Pero si le había visto, debía hacer algo.
¡Vivian! Ella le protegería. Se acercó al probador y vociferó:
—Vivian, vamos ya. Ya es de noche.
—No tengas prisa. Todavía me he de probar
dieciséis vestidos.
—Si no sales, me voy —la amenazó.
—Solo me quedan quince.
Peter miró hacia un individuo, el mismo que
había visto a la puerta de su casa y hacia el probador. ¿Qué hacer? Se tocó la
frente, había tenido una idea, una gran idea. Se acercó a los abrigos para
hombres y cogió uno, colgándoselo en el brazo; después, agarró un billetero y
caminó normalmente hacia una de las salidas. Al llegar a la puerta, se oyó el
pitido de la alarma. Varios guardias se acercaron y le detuvieron.
—Pero… ¿qué pasa? Yo no he robado nada —dijo
mientras buscaba al tipo.
—Claro, claro —dijo uno—. Y yo soy Papa Noel.
¿Qué mira?
—Nada. ¿No me llevan a comisaría?
—Sin prisas, muchacho. ¿Ibas con alguien?
—Sí, ella está en el probador.
—Probándose el botín, ¿eh? Tú —dijo a otro de
los policías—. Búscala.
—No, ella solo vino conmigo. Pero, ¿es que no
me detienen?
—No nos digas nuestro trabajo. A ver, ¿es la
primera vez?
Peter respiró hondo, levantó el brazo y
propinó un puñetazo a uno de los guardias. Este se tambaleó, pero no cayó.
—¿Qué? ¿Me llevan a la cárcel?
—¡Morris! Ponle las esposas —ordenó el jefe.
Peter alargó las manos y sonrió mientras el tal Morris le esposaba.
—¿Dónde está la chica? —preguntó el jefe al
ver que el enviado volvía solo.
—Con su papá. Es la hija de uno de los
trabajadores.
—¡Andando! —dijo el jefe.
Introdujeron a Peter en un coche
patrulla, acompañado de dos policías. Pronto estaría en la comisaría.
El coche corría por las calles y el mismo
sujeto de antes los seguía con el suyo. Se detuvieron tres calles más allá. Los
policías sonreían felices. ¡Una detención! La primera desde que habían
comenzado. El jefe lo mira, debía decírselo. Peter no decía nada.
—¡Enhorabuena! Es el ladrón número 10.000 de
la ciudad. Ha ganado un viaje a California con todos los gastos pagados. Va,
puede irse.
—¿Para dos personas? —preguntó inocentemente.
—No. ¿Es que quiere arruinar a la ciudad?
—Y el viaje, ¿cuánto cuesta?
—¿Eso qué le importa? Tú no lo pagas. ¿Vas o
no?
—Quiero saberlo, es una manía.
—Bueno, cuesta unos 2.000.
¿2.000? Lo que le debía al Cobrador más 3.000
más. Se iba a ir lejos, sin verlo a él ni a Vivian.
—De acuerdo. Siempre y
cuando me pueda ir ahora mismo.
—Bien. Conduce tú.
—Pero primero he de ir a mi casa. Necesito
coger algo de ropa. Después, me llevan al aeropuerto, ¿vale?
—¿Dónde vive? —le preguntaron.
—En la calle del Dinero, 200 —contestó.
El coche salió raudo,
tardaron unos diez minutos, y detrás, ¿saben quién?, el Cobrador, con un traje
gris y el cabello con caspa. Peter salió del coche para entrar en su casa.
Cogió lo necesario. Pronto saldría del país. Cuando salió de su casa, descubrió,
aterrorizado, que los polis no estaban y que el Cobrador estaba delante de la
puerta. Peter miró hacia atrás.
—Solo faltaría que no me pueda largar a
California para ver a los vigilantes en acción —pensó.
Debía ir al ataque y enfrentarse con el
problema. Respiró hondo y se acercó al Cobrador. Este no lo vio. Peter se
acercó a él y le dijo:
—Perdone, ¿le conozco?
—Ja, ja, ja. ¿Sabe lo que me debe?
—Perdone, pero yo no le debo nada. Si no,
pregunte a mis amigos policías que vienen por allí.
—¿Dónde? —preguntó asustado, aunque no huiría.
—Pero... ¿es cegato?—preguntó mientras
señalaba hacia la izquierda— Por allí.
El Cobrador miró en esa dirección. Sería
verdad, sería mentira, pero lo cierto es que los vio. Peter, aprovechando el
momento, empujó al Cobrador tirándolo al suelo con tal mala fortuna que al caer
se rompió una pierna.
—¡Adiós! —vociferó Peter burlándose.
Peter miró hacia abajo, era la primera vez que
viajaba en avión. En verdad, era la primera vez que viajaba. Hasta el momento
no había dispuesto del dinero necesario para gastarlo en un viaje. Un coche de
la policía se acercaba y Peter lo divisó. O al menos parecía un coche de la
policía. Peter se desperezó. Se echaría una siesta. Se recostó en su asiento,
podía sentir la llegada del suelo, cómo se le cerraban los ojos. No divisó a la
azafata que llegaba con bebidas hasta que la tuvo encima.
—¿Desea tomar algo, señor? —preguntó la
azafata amablemente.
—¿Eh? ¿Qué pasa? —preguntó medio dormido—.
¡Ah, no!
Peter intentó fijar la mirada en las piernas
de la azafata, pero tenía demasiado sueño, demasiado... Su cabeza se ladeó
hacía su derecha y su brazo tocó a su compañero, un hombre gordinflón y feote
con cara de muy pocos amigos, que le miraba de manera asesina. Gruñó, pero como
si hubiera gritado. Peter estaba dormido y ni un terremoto lo despertaría.
—Señoras y señores, abróchense los cinturones,
el avión tomará tierra en breves instantes —alguien avisó por el altavoz.
Así lo hicieron todos los pasajeros. El hombre
gordo tuvo dificultades. Peter lo miró con lástima, pero estaba deseando bajar
a la soleada California, uno de sus lugares favoritos del planeta. El avión
aterrizó sin problemas y la gente suspiró aliviada. Peter los miró con desdeño,
mientras esperaba para salir. Le llegó su turno tras una familia con cuatros
hijos pequeños y revoltosos.
Ya
estaba en California. Peter miró a su alrededor entusiasmado. ¡Cómo se iba a
divertir!
Después de coger sus cuatro maletas, buscó un
taxi libre. Había unos cuantos en el aeropuerto buscando a su presa. Se acercó
a uno de ellos y miró fijamente al conductor. Este se miraba al espejo mientras
se peinaba. Peter golpeó la ventana, intentando llamar su atención, el
conductor parecía no hacerle caso. Y no se lo hacía. Peter insistió con más
fuerza, tan fuerte que rompió la ventanilla del vehículo. Pero el conductor
seguía sin inmutarse. Peter se colocó delante del taxi y miró fijamente la cara
del conductor.
—La verdad es que no tiene buena cara —pensó.
Se acercó a él y le olió el aliento para ver
si estaba bebido. No, no. Peter retrocedió asustado. Estaba muerto, fiambre.
¿Quién le mandaba coger un taxi con un conductor descolorido? Dudaba. No sabía
si salir discretamente o avisar a un policía. Miró alrededor y entonces abrió
los ojos como platos. No podía ver lo que creía ver. Era él, el Cobrador, con
sus canas, pero esta vez con una pierna enyesada. Hablaba por el móvil con su
jefe. Nunca había sabido si era un hombre o una mujer. Lo miró aterrorizado. Él
había liquidado al conductor, estaba seguro. Debía salir de allí antes de que
lo descubriera. Peter salió corriendo. Empezó a empujar a la gente, que gritaba
protestando. Pero Peter no les hacía caso. Tenía demasiado miedo.
De repente, sintió un escalofrío sobre su
espalda. El Cobrador corría demasiado. Encontró el callejón y se metió dentro
de un portal. Estaba atrapado. El Cobrador se acercó a él y le dijo:
—¿Por qué nunca me sale bien? Se acercó
demasiado pronto al taxi. Yo tenía que ser el conductor. ¿Comprende? Pero tuve
que llamar por teléfono, no me gusta sentarme al lado de un muerto. Lo
entiende, ¿no? Uno tiene sus sentimientos.
Peter lo miraba con cara de tonto y asintió de
vez en cuando, asustado. Tenía que estar loco.
—Ahora deme el dinero —le exigió.
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